Se dice que una vez, estando Sócrates rodeado de sus discípulos, apareció un hombre en la plaza pública que empezó a alabarse y a decir que su conocimiento de los hombres era tal que podía adivinar sus virtudes y defectos simplemente mirando detenidamente las facciones del interesado.
Entonces uno de los que allí estaban le propuso como prueba y con intención de burlarse de él, a Sócrates como sujeto de su pericia. Y con la aquiescencia del filósofo, el adivino se puso a examinar detenidamente y durante un buen rato a su examinando. A su término aseguró que sin duda aquél era un hombre basto y sin educación además de darse frecuentemente a la bebida y a toda clase de vicios.
Era tan disparatada la diagnosis que la reacción de los discípulos de Sócrates ante tamaño error no fue pacífica y el imprudente adivino pudo sentir la furiosa violencia verbal de los amigos del filósofo.
Como la bronca iba en aumento, Sócrates sintió la necesidad de intervenir para que la disputa no fuese más allá y dijo:
-«Os hago saber que en nada de lo dicho habría errado este hombre, pues a todos esos vicios estaba yo encaminado y habría caído en ellos si no fuese porque el estudio de la filosofía lo ha evitado y me ha hecho ser como soy ahora.
Los discípulos entendieron la sabiduría de su comentario, sonrieron y el adivino, aliviado, desapareció velozmente por una esquina de la plaza.
Miguel Villarroya Martín/ Madrid / España/RdP.032
Notas:
(1) Si el augur hubiese conocido entonces los avances actuales en la observación de la conducta no verbal, quizás esos saberes hubiesen salvado al adivino mucho mejor que sus veloces piernas lo hicieron en la ocasión que se menciona.
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